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jueves, 7 de septiembre de 2017

abrir mi boca

Tengo una cicatriz de 14 centímetros. No está en el corazón, pero siempre me ha consolado saber que mi cadáver será reconocible por su sonrisa grapada el día que espere unos ojos amigos en una morgue desaparecida. Tengo tres cicatrices más: una en la muñeca, otra en el codo, la última justo donde no la encontrarás. Tengo corazón. Mis dientes suelen expropiar una parte visible del café y del tabaco al que huelo y el médico balbuceó delante de mí hace unos días un diagnóstico benigno que incluía la palabra necrosis. He habitado 15 ciudades, 33 viviendas, cinco trincheras de fuego, una celda, un cuarto de aires acondicionados, incontables hamacas y, al menos, y que yo recuerde, una veintena de cuerpos ajenos que durante unos instantes me parecieron conocidos. Me he casado tres veces y me he divorciado dos. Saquen las cuentas. Creo que nunca me cansaré de preparar el desayuno para dos si entre ambos media un cariño que no sucumba ante la costumbre. Tengo un amigo que apuntaba todos mis números de teléfono hasta que dejé de llamarlo. No me gusta el hígado –ni tan siquiera el propio- y suelo pecar de incontinencia emocional y de una total ausencia de fuerza de voluntad. He caminado 27 países diferentes -los he contado porque en época de estadísticas y cientifismo lo que no se enumera no existe-. He compartido cientos de territorios que no dependen de las falsas fronteras del colonialismo. En unos he viajado con traficantes de pájaros, en otros he bebido chicha fuerte para debilitar mis prejuicios, en todos me he quedado enganchado antes a los humanos que a lo paisajes. A pesar de ello, me empieza a interesar la ornitología. He puesto en marcha menos proyectos de los que he diseñado y me he equivocado hasta el hartazgo antes de empezar un nuevo error con nombre. A día de hoy, con 46 años, no tengo un proyecto vital ni una certeza residente, tan solo poseo la soberbia inútil de quien ha visto y la decisión inerme de no rendirme. Con 46 años no hago running, no me he hecho un peeling y no he sabido de scores. No tengo hijos. Tampoco hijas. Los hermanos los cuento por decenas. No tengo dinero, no tengo hipoteca, no tengo ahorros, no tengo ansiedad, no tengo la necesidad de tener. Tengo casi 47 años y por primera vez el miedo es un tema en mi agenda. Mi mejor amiga ha perdido la lucha contra la muerte. Otras veces logró escapar en el último minuto, aunque en esta ocasión el tiempo jugó en su contra. A ella la quiero porque es incapaz de verme blanco y porque sus opiniones son tan volubles como las mías. En su balcón al verde del sur siempre hay una botella de Flor de Caña 7 años esperándome. Ahora no podemos beber ni fumar juntos, pero sigo poniéndome las trenzas cuando ella me necesita, cuando la convoco en mis desvelos. He cotizado a la seguridad social pública y privatizada de cinco países distintos y mi jubilación será la oportunidad para mendigar en las esquinas de vuestro descanso. Tengo un padre que los martes olvida lo que es y que es inexorablemente resultado de lo que fue. Mi madre, en cambio, no es lo que debió ser pero lleva con templanza el olvido de lo que no ha sido. Tengo grabadas las resistencias de mis iguales y suelo llorar sin razón alguna cuando abro los ojos ante las derrotas que nos infringen a cada instante. Amo sin medida y contengo el aliento cada vez que, en un leve giro de su cabeza, el olor de su piel me recuerda su presencia. En estos años he mudado algunos verbos: huir por buscar, pelear por resistir, soñar por sembrar, cosechar por construir, construir por observar y observar por intervenir. Escribo para cerrar mi boca y, sin embargo, como podría haber dejado caer el poeta Antonio Orihuela, a veces escribir es abrir mi boca de par en par ante el silencio de mis equivalentes.

Paco Gómez Nadal. Diario de Cesiones. Ed. Amargord, 2017

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