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lunes, 30 de abril de 2018

ladrar al sistema

DIÓGENES DE SINOPE: FILÓSOFO ONANISTA

Últimamente he estado escuchando algunos discos de Moondog, aunque esta vez no ha tenido que ver con ninguna de esas apetencias estéticas que, de forma más o menos inusitada, nos incita a revisionar aquella vieja película que en cierta ocasión vimos sentados en la última fila de una sala de cine. No. Esta vez no ha sido por este motivo. Si he vuelto a escuchar el Stamping Ground o la Moondog’s Symphony no ha sido por un capricho de orden estético. El acceso a los acordes del vikingo de la Sexta Avenida se ha producido en esta ocasión por una vía distinta. Seguramente ha tenido que ver el hecho de que en los últimos días me haya visto en la obligación de impartir una clase de filosofía destinada a jóvenes de entre quince y dieciocho años, y que entre las múltiples posibilidades temáticas, finalmente me haya decantado por las escuelas de sabiduría helenística, es decir, aquellas que a partir del siglo III a.C. florecieron alrededor de las costas del Mediterráneo.
En verdad de lo que se trata es de presentarles una filosofía arraigada a la tierra. Una filosofía que no se duerma en los laureles y que a fin de cuentas les resulte tan ajena que no puedan resistirse a lanzar esa pregunta que en el fondo todo profesor de filosofía teme: ¿Y esto para qué sirve, maestro?
Tanto el estoicismo como el hedonismo despliegan formulas de vida que, incluso para un niño sobrepasado por la dependencia tecnológica revisten una frescura tonificante. Séneca, que era estoico y pasó buena parte de su vida intentando salvar el pellejo en la corte de Nerón, se dio rápidamente cuenta de que lo más importante de todo es no perder nunca el norte. El cuerpo, el control de las emociones y las pulsiones era, a fin de cuentas, el punto nuclear de la filosofía estoica. La imperturbabilidad del alma su trofeo.
Algunos siglos antes y al otro lado del Jónico, en una Grecia tumultuosa pero decadente, Epicuro había fundado un santuario en el jardín trasero de su casa. Al jardín —en realidad se trataba de un huerto de pocas hectáreas—, acudían aquellos que, como el propio Epicuro, estaban interesados en alcanzar el secreto de la felicidad. A este estado de ánimo caracterizado por la tranquilidad y la total ausencia de deseos o temores, los epicúreos lo llamaban ataraxia, y del mismo modo que para los estoicos, alcanzar dicha ausencia de turbación se había convertido en un auténtico plan de vida filosófico. Nada nuevo bajo el sol, ¿acaso no sigue siendo la búsqueda de la felicidad el plan diario de aquellos que, quizá un poco más desesperados y neuróticos que los antiguos griegos, habitamos las calles de cualquier ciudad del planeta? Menos dotados para la ataraxia que los filósofos del helenismo, los contemporáneos nos hemos conformado con el sucedáneo químico. La farmacología hace el agosto, y en el último cajón de la mesita de noche, oculto entre braguitas y calcetines, mantenemos oculta la socorrida cajita de atarax, 25 miligramos.
A esta felicidad tan escurridiza, los griegos le dieron un nombre: eudaimonia, y también se había propuesto alcanzarla otra escuela que, sin rechazar dicha pretensión eudaimónica, practicó la política del desenmascaramiento. Me refiero aquí a la escuela cínica, cuyos representantes más conocidos fueron Diógenes de Sinope, Crates e Hiparquía. Del primero sabemos que vivía como un vagabundo en una tinaja de barro y todavía hoy conservamos algunas estampas que, a buen seguro, nos ayudarán a entender mejor la postura vital de los filósofos cínicos:
Primera estampa: Diógenes es invitado a casa de un rico comerciante ateniense. Como ocurre en cualquier casa distinguida, al filósofo se le advierte que está prohibido escupir en el suelo. ¿Reacción de Diógenes? Expectorar en la jeta del propietario para afirmar a continuación que no ha encontrado en la casa lugar más inmundo.
Segunda estampa: estando Diógenes en el exterior de su tinaja aprovechando los escurridizos rayos del sol de invierno, Alejandro Magno se le acerca con la intención de conocer al acreditado filósofo de Atenas. A la pregunta: ¿Qué deseas? ¡Pídeme lo que quieras!, lanzada por Alejandro, Diógenes responde: quítate de donde estás que me tapas el sol.
Tercera estampa: imagine que camina con sus dos hijos por la plaza principal de su ciudad y en uno de los ángulos se topan con un tipo enclenque e hirsuto que se la menea sin rubor. Esto es lo que le ocurrió hace más de dos mil años a Jantipa, una madre de veintitrés años prematuramente envejecida que, tras ser abandonada por su marido, lucha con denuedo contra el sobrepeso y la falta de recursos. Los niños alborotan, se pelean. ¡Lamprocles! ¡Sofronisco! ¡Por Zeus, callaos de una vez! Y entonces, cruzando el ágora bajo el sofocante sol de mediodía, Jantipa se da de bruces con Diógenes, que se masturba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, como un faquir. Aunque Jantipa le haya increpado al filósofo su conducta, Diógenes le va a espetar la que probablemente sea su frase más célebre: si no es nada extraño almorzar, tampoco es extraño hacerlo en la plaza, Jantipa. Almorzar no es extraño, luego tampoco es hacerlo en la plaza. ¡Ojalá fuera posible quitarse el hambre frotándose el vientre!
diógenes
Diógenes fue, probablemente, el filósofo más subversivo de su tiempo. Un perro vagabundo, como a él le hubiese gustado decir, pues la palabra cínico proviene del griego clásico κυνικός, kyon, kynós, que significa perro y que a su vez comparte raíz con la palabra can. Por eso los cínicos son conocidos como los filósofos perros, y por esta misma razón se suele representar a Diógenes rodeado de chuchos. Como perros copulaban también en la plaza pública Crates e Hiparquía, discípulos directos del filósofo de Sinope. En un precioso libro de Marcel Schwob titulado Vidas imaginarias, el escritor francés cuenta cómo Hiparquía, que procedía de una familia rica de Tracia, se enamoró perdidamente de Crates de Tebas. Está claro que a Hiparquía no le repugnaba ni la pobreza, ni la suciedad ni el horror de la vida pública de Crates. El amor la había poseído, y ya se sabe que con los enamorados no se puede dialogar. Hiparquía también quería ser una perra. Aunque Crates le advirtió que nada de su vida en común sería ocultado y que —así lo narraba el propio Schowb—, la poseería públicamente cuando tuviera ganas, como hacen los perros con las perras, ninguna de las advertencias del filósofo impidió que Hiparquía abandonara el pueblo de Maronea para ir a lanzarse a la vida cínica por los polvorientos terruños de Grecia. No obstante, y a diferencia de Diógenes, Hiparquía prefirió la compasión a la subversión. No solo fue buena y compasiva con los pobres, sino que también lamía las heridas de los enfermos. Cuando hacía frío, tanto Crates como su esposa se acurrucaban con los necesitados tratando de transmitirles el calor de sus cuerpos. Fueron, probablemente, los últimos cínicos legendarios.
A menudo trato de repensar los grandes temas de la filosofía desde una perspectiva actual. Me pregunto qué habría pensado mi yo de hace algunos años si durante la accidentada Educación Secundaria Obligatoria alguien me hubiese hablado de Diógenes el cínico. Trato de recordar qué supusieron las ideas de Nietzsche cuando un profesor de bachillerato nos explicó por primera vez aquello de la muerte de Dios y no sé qué otro asunto acerca de la inversión de los valores. ¿Me impresionaron aquellas ideas o por el contrario escuchaba la clase como el que oye llover? Algo habrá quedado, supongo. Algo quedará en los chavales, me digo mientras rastreo en google algunas de las escenas que sobre Diógenes imaginaron John Williams Waterhouse o Jean-León Gérome. Mientras tanto trato de encontrar un nexo entre el filósofo griego y nuestro presente. Entonces se me viene a la cabeza otro barbudo estrafalario, y casi como un milagro, viajo a toda leche desde Atenas hasta Nueva York, ni con Iberia. Así es como llego a Moondog, el otro perro de esta historia.

MOONDOG: MÚSICO CALLEJERO

Moondog nació en una de esas ciudades del estado de Kansas donde nunca ocurre nada interesante y en la que la juventud se marchita como se marchitaban los protagonistas de aquella película de Boganovich donde casi parecía más sensato alistarse en el ejército que dejarse embrutecer por el tejido social[1]. Aunque Moondog no estaba dispuesto a embrutecerse con tanta facilidad como Jacy Farrow, sí tuvo que vérselas con la precariedad antes de lograr levantar el vuelo. Le gustaban los animales y tuvo un perro que, en las noches de luna llena, solía levantar el hocico aullando a un astro que parecía de plata. Así fue como Louis Thomas Hardin pasó a ser Moondog. Dotado con un talento musical precoz, el joven Louis prefirió tocar el tambor durante la fiesta de fin de curso a bailar con la chica más guapa de la clase. El camino parecía fácil, sin embargo, en 1932, y con solo dieciséis años, un cartucho de dinamita le estalló en la cara dejándolo ciego. El drama de la existencia acababa de hacer su entrada triunfal, o eso parecía, pues el órgano que prevalece en el genio musical no necesita ventanas al exterior. Así las cosas, Moondog se valió del oído a la hora de interpretar el mundo. Asistió a clases de música para ciegos y manejó pentagramas en braille. Pero al perro de Kansas no le hacían falta pentagramas ni pautas, a fin de cuentas, las notas le manaban del cielo como la lluvia dorada manaba sobre el cogote de Dánae. Tras sufrir el desgaste de un matrimonio infeliz, Moondog entabló contacto con el dios Odín, y hasta tal punto lo instituyó como modelo, que incluso empezó a vestirse como él. Obsesionado con la mitología nórdica, el músico se largó a Nueva York, donde se lo podía ver apoyado en la esquina entre la Sexta Avenida y la calle 54 sujetando una lanza de tres metros. Por entonces ya vestía la típica capa y cornamenta con la que posa en las fotos. Pero, aunque parecía uno de esos chiflados que se pasean por ahí hablando a solas, Moondog también canturreaba y tocaba la timbra, instrumento de percusión que él mismo había inventado.
Moondog
Como el hogar callejero del vikingo de la Sexta avenida –así lo conocían ya en la ciudad- estaba próximo a la sala de conciertos Carnegie Hall, no era extraño que algunos de los músicos que habitualmente ensayaban en aquel espacio se toparan con una mirada reprobatoria del director. Llega usted tarde, señor Welminski. Y el señor Welminski contestaba: lo siento, señor director. No volverá a ocurrir. Pero al día siguiente se veía de nuevo al señor Welminski tirando del contrabajo calle abajo. Llegar tarde no era más que una de las consecuencias que tenía dejarse hipnotizar por la música del vikingo. Señor Welminski, ya es la segunda vez que llega tarde esta semana. En cualquier caso, el cuento termina bien para Moondog. Se le acercan tipos desde las alturas, que no eran dioses nórdicos pero casi. Me refiero a Leonard Bernstein o Arturo Toscanini. Aunque también se relacionó con otro animal de la música, el pájaro Charlie Parker, así como con Benny Goodman y Philip Glass, que lo ayudó a salir de la calle. Lo siguiente es previsible: Moondog es invitado a un ensayo en el Carnegie Hall, y después a otro. Hasta que comienza a grabar sus propios discos, y entonces jipis como Janis Joplin o Bob Dylan empiezan a decir que Moondog esto y que Moondog lo otro, que lo admiran, dicen, y gente que no son precisamente el ojito derecho de los dioses, comienzan a escribir sobre el vikingo de la Sexta Avenida, a decir lo extraordinario y genial que era este perro famélico que tan maravillosamente aullaba a una luna que a veces parecía de plata.
A Moondog llego como he llegado a muchas cosas en la vida: a través del cine. Por Odín juro que aquella melodía que se escuchaba en una de las secuencias del film de los hermanos Coen El gran Lebowski debía tener un autor. Tratándose de una época en la que todavía internet no se había instalado de forma democrática, no pude averiguar el misterio hasta algunos años después. El Stamping Ground de Moondog se oía concretamente en la escena donde Walter Sobchak, el personaje interpretado por John Goodman le revela al Nota la verdad sobre el enrevesado plan trazado por el señor Lebowski. Es una escena clímax en la que la delirante trama ingeniada por los Coen empieza a cobrar sentido. Pero ya no importa la película, solamente la melodía. La fuerza expresiva de Moondog y la extrañeza con la que en ocasiones se manifiesta el genio musical.
En cualquier caso, pongamos a los perros uno frente al otro. Que ladren.
¿Por qué se masturba Diógenes en público? ¿Por qué Crates e Hiparquía renuncian a sus riquezas para mezclarse con los desheredados de Atenas? ¿Y Moondog? ¿Acaso no estaría mejor frente a la lumbre en aquel hogar perdido de Kansas que pasando frío en las calles de Manhattan? Estas figuras nos interesan porque cada una a su manera representa diferentes modos de poner en cuestionamiento las convenciones sociales. Si Diógenes eligió la subversión llevando una existencia a contrapelo, si Hiparquía se compadecía de los que no tenían nada padeciendo los estertores del hambre y la miseria, Moondog representaría aquí el modo de vida estético. La música y la locura como forma de subversión. Solo hay que echar un vistazo a las fotografías de Moondog, casi siempre rodeado de matrimonios de clase media, tipos con americana y corbata que, satisfechos de lo que han conseguido con esfuerzo (una casita en un barrio residencial de blancos a las afueras, una familia, un trabajo estable, un gato déspota, un aburrimiento atroz…), le susurran a su señora con gesto de superioridad el disparate de ir por ahí vestido de Odín. Otro majara. Otro lunático quemando las calles de la Gran Manzana. Los perros de esta historia destacan porque fueron capaces de inventar modalidades existenciales únicas. Las primeras modalidades existenciales cínicas, el último, un tipo de modalidad sin clasificar que, sin embargo, no está tan lejos de la postura adoptada por Diógenes. Entonces, ¿debemos lanzarnos a la calle desnudos y sucios? ¿Debemos masturbarnos en la plaza de nuestra ciudad o pueblo? De acuerdo con Michael Onfray, uno de los filósofos actuales que más atención ha prestado a la filosofía cínica, eso sería demasiado fácil. Para éste, siempre existirán los señores importantes a los que hay que sonarles la nariz, los profesores ciruela, los poderosos arrogantes y los que compran filósofos tal como se compran esclavos, a los que hay que aclararles que preferimos el sol antes que sus luces artificiales, los que nos impiden vivir y que merecen una buena patada en el culo, los vendedores de falsas novedades que deberíamos abofetear con urgencia. En realidad, de lo que se trata, y esto es lo que quiero transmitirles a mis alumnos, es que hemos de ser capaces de inventar nuevas modalidades cínicas (o estéticas si se prefiere). A fin y al cabo vivimos en un mundo donde la forma ha cambiado, pero en el que el fondo sigue siendo el mismo.
¿Por qué no ser bestial como Diógenes? ¿Por qué no parecer el majara del barrio? Si la Familia, la Patria, la Empresa o el Colegio te dice que masturbarse está mal porque es un derroche. Si la jerarquía y el orden exigen toda tu energía para sublimarla  como fuerza de trabajo y producir capital, si demanda tu forma de placer egoísta, individual, improductiva tanteando las formas tradiciones de familia prometiéndote una casita en un barrio residencial de blancos a las afueras, un trabajo estable, un gato déspota, un aburrimiento atroz…); si te exige la procreación, la jerarquía y, en definitiva, la alienación más calamitosa, entonces, ni la postura de los filósofos griegos ni el camino elegido por Moondog nos parecen ahora tan descabellados. A lo mejor no es del todo improcedente trastocar el célebre lema de la Ilustración, emborronarlo, darle un par de vueltas hasta que quede bonito y, finalmente, poder decir: atrévete a ladrar. ¡Guau!


[1] Me refiero a La útlima película (The last picture Show, Peter Bogdanovich, 1971).
Fuente :https://www.ocultalit.com/filosofia/los-perros-o-algunos-ejemplos-practico-de-como-ladrarle-al-sistema/

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