Ha habido otras épocas mucho más conscientes de la decadencia de las cosas y de los irremediables reveses del destino
Nuestro modelo social, en cambio, ha decidido prescindir de esas reflexiones tan fastidiosas para centrarse en el brillo y el jolgorio. A juzgar por los anuncios publicitarios, la vida es una fiesta interminable, lo cual tiene poquísimo que ver con la realidad, porque, incluso en el mejor de los casos, vivir tiene su cuota de desazón y duda. El malestar también forma parte de la existencia, igual que la alegría, pero se diría que el espejo colectivo en el que nos miramos no admite zonas de sombra, así que todos estamos demasiado empeñados en ser dichosos en sesión continua, ultrafelices y megadivertidos a tiempo completo, como si eso fuera lo normal. Y no, no es normal ni tampoco posible, pero la consecuencia de esta mentira es que la gente no sabe qué hacer con el desasosiego cotidiano y, en cuanto se topa con una pequeña frustración, piensa que está deprimida. No, hombre. La depresión es otra cosa. Que los días chirríen un poco de cuando en cuando es inevitable, sano, hasta necesario.
Estuve reflexionando sobre todo esto en los pasados Juegos Olímpicos, esa apoteosis del triunfo personal.
En Río participaron 11.551 atletas y sólo un 10 porciento consiguió
medalla. Ahora piensen en esos miles de participantes que perdieron
Y ¿saben qué? Los admiro. Creo que los admiro aún más que a los ganadores. Pienso que la prueba a la que se enfrentan es más difícil. Una hazaña doblemente heroica por anónima. Conseguir colocar todo eso, hacer frente a la propia decepción y a la de los demás, no caer en la culpa, en la paranoia, en la ira, en el arrepentimiento inútil, en el melodramatismo de pensar que has tirado varios años de tu existencia, en la búsqueda de chivos expiatorios y en tantas otras trampas venenosas a las que puede conducirnos la frustración. Me gustaría saber más de ellos y de cómo sobrellevan esa silenciosa proeza olímpica, porque no hay ser humano que no haya conocido el sabor de la derrota y quiero aprender de su fortaleza. Ya sé que es preciosa la alegría de los ganadores, pero si los Juegos pueden enseñarnos algo es sobre todo eso: a perder.
Rosa Montero
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