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domingo, 11 de diciembre de 2016

Esconderse en la niebla

 Hoy lo que tengo es niebla y dolor de cabeza. Lo uno no trae lo otro. Esta niebla agarrada a las esquinas, que difumina las calles alrededor de las farolas. Niebla húmeda como aquellas de mi infancia, cuando mi madre me obligaba a salir a la calle con guantes, bufanda -atada como solo las madres de aquella época conseguían atarla- y gorro, quizá verdugo. Después de unos días en la sierra, la niebla contrasta. No es más arriba, sino más adentro, hasta la materia que todos llevamos pegada a los pulmones y a las tripas. La niebla siempre es soledad. El dolor de cabeza es por las vértebras, que se han fatigado de las malas posturas obligadas por la lectura, el trabajo y los viajes y han venido a quejarse cuando llega la aparente calma fría de la niebla. He vuelto a casa con el pelo húmedo y las manos heladas. No hay forma de esconderse de la niebla cuando esta se agazapa en las esquinas de la vieja ciudad y la hace reconocible, como esas cosas que solo se saben cuando se cierran los ojos para verlas. Escribí una novela de una ciudad de niebla con rumor de pasos en las calles solitarias. La niebla te obliga a ir hacia adentro, hacia aquellos espacios en los que no sueles estar pero llevas contigo. Como aquellos noches en los que la niebla se me había pegado al cuerpo y caminaba yo con las manos en los bolsillos del abrigo y las solapas subidas. Como si Cortázar, cuando oyes tus propios pasos en esas noches no sabes bien qué papel te corresponde en la persecución. Esos minutos en los que ignoras si eres la víctima o el asesino.( P. O.Escudero)



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