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viernes, 30 de junio de 2017

Respeto a la vida


A menudo, al maximizar una variable, deprimimos otras. 
Nuestro proyecto fáustico de sustituir naturaleza por tecnología a gran escala, ¿hacia dónde conduce? Un ejemplo (del que se derivan conclusiones fácilmente extrapolables): se cultivan verduras en climas fríos merced a invernaderos climatizados de alta tecnología como en Lower Mainland (Columbia Británica, Canadá). Ahí, los cultivos hidropónicos –sin tierra– son entre seis y nueve veces más productivos que el cultivo tradicional (midiendo en kilos de producto por superficie de cultivo). 
Pero si analizamos los flujos de materia y energía en juego ¡la huella ecológica de uno de estos tomates de invernadero es entre 14 y 20 veces mayor que la del tomate convencional![1] La intensificación productiva –en este como en otros casos— se produce a costa de un acrecentado impacto sobre los sistemas naturales que sustentan la vida. Lo que se gana por un lado se pierde por el otro: como sucede tan a menudo en los sistemas complejos de toda índole, al maximizar una variable deprimimos otras. Y si sólo miramos una pequeña porción del fenómeno, estaremos autoengañándonos. 
La sabiduría popular lo consignaba: lo mejor es enemigo de lo bueno. Desde una perspectiva sistémica, todas las propiedades de una cosa están interrelacionadas, de modo que la maximización de una de ellas probablemente minimice otras. Todo beneficio tiene su precio... El socialista holandés Sicco Mansholt (miembro de la Comisión de la CEE desde su fundación en 1958 hasta 1974, y presidente de la misma en 1972-74), describía así su sorpresa al topar con el informe al Club de Roma Los límites al crecimiento que Dennis y Donella Meadows –coautores del mismo— le hicieron llegar a finales de 1971: 
“Hasta entonces no me había dado cuenta cabal del nexo que existía entre todos los problemas. Energía, alimentación, demografía, escasez de recursos naturales, industrialización, desequilibrio ecológico, formaban un todo. No había sentido nunca, como sentí en el momento de leer el informe, que era casi imposible corregir un punto, uno solo, sin agravar los restantes”.[2] 



Dos vías para salir de la vía de la dominación.
Pero ¿cómo situarnos fuera de la perspectiva de dominación –o limitarla? Se me ocurren dos vías. En el mismo arranque de la Modernidad, el malogrado Etienne de la Boëtie sugirió las claves de una política de la amistad que, en vez de vincular aristotélicamente la filía con la felicidad, la insertaba en el campo de la libertad. Podemos dejar de traicionar a lo mejor de nosotros mismos; podemos esquivar la servidumbre voluntaria; podemos rechazar el esquema sadomasoquista de la dominación --esas cadenas jerárquicas donde soy dañado por el de arriba y me vengo de mi mal dañando al de abajo. En una sociedad libre los seres humanos, sin ceder al deseo de someterse y de dominar, sin tratar de huir de la muerte entregándose a la pulsión de muerte, podrían reconocer al otro como un semejante. Desde la amistad, pues –nos dice quien fue fiel amigo de Michel de Montaigne— “todos somos compañeros, y no puede caber en el entendimiento de nadie que la naturaleza haya puesto a alguien en servidumbre, habiéndonos puesto a todos en compañía”. 
Políticas de la amistad, por tanto, en primer lugar. Y en segundo lugar, desde otra perspectiva, hemos de pensar en términos de retroalimentación y reflexividad (feedback, un concepto fundamental como acabamos de ver: aunque no es éste el lugar para detenernos en ello, cabe sostener que se trata del patrón ontológico más general de todos, el de la autorreferencia).[3] En otros lugares he llamado la atención sobre un notable apunte de Walter Benjamin en Dirección única (1928):
“Dominar la naturaleza, enseñan los imperialistas, es el sentido de toda técnica. Pero ¿quién confiaría en un maestro que, recurriendo al palmetazo, viera el sentido de la educación en el dominio de los niños por los adultos? ¿No es la educación, ante todo, la organización indispensable de la relación entre las generaciones y, por tanto, si se quiere hablar de dominio, el dominio de la relación entre las generaciones y no de los niños? Lo mismo ocurre con la técnica: no es el dominio de la naturaleza, sino dominio de la relación entre naturaleza y humanidad.”[4] 
Dominar no la naturaleza sino la relación entre naturaleza y humanidad. Dominar nuestro dominio: creo que esta idea sigue siendo inmensamente fecunda en el siglo XXI.[5] No tenemos ninguna otra buena salida. Sabiendo, desde luego, que hemos sido expulsados del Jardín del Edén –no podemos volver a ser cazadores-recolectores, ni mucho menos animales prehumanos, sin posible retorno al mismo. 






La triple D. 
Un coche más hoy es un campesino menos en el futuro,[6] advertía Georgescu-Roegen (uno de los grandes economistas del siglo XX, que tendría que ser tan famoso como Keynes si la cultura dominante no deformase tan trágicamente la realidad). El futuro del que hablaba es nuestro presente. 
Sólo hay una respuesta digna frente a la finitud humana –y ante la realidad de la muerte: cuidarnos, acompañarnos, ayudarnos. El destino del mundo se juega en la prevalencia –o no— de quienes saben eso frente a quienes emprenden la huida hacia delante de la triple D: denegación, distracción, dominación.




Vida que quiere vivir en medio de otras vidas que quieren vivir. 
Hemos dicho: cuidarnos, acompañarnos, ayudarnos frente a la finitud y al horizonte de la muerte. Pero ¿sólo a los Homo sapiens? ¿No son igualmente vulnerables y mortales las demás criaturas con quienes compartimos nuestro hogar biosférico? 
Soy vida que quiere vivir en medio de otras vidas que quieren vivir, reza la gran intuición de Albert Schweitzer. El médico, filósofo, organista y musicólogo alemán desarrolló una ética de reverencia por la vida (Ehrfurcht vor dem Leben, también traducible por “respeto a la vida”) en el segundo decenio del siglo XX. Él mismo cuenta cómo, en el curso de un viaje en canoa por el río Ogouwe en África, en septiembre de 1915, mientras ponderaba una y otra vez “el elemental y universal concepto de lo ético”, le llegó una como deslumbrante intuición: 
“En la tarde del tercer día, mientras avanzábamos a la luz del ocaso, dispersando al pasar una manada de hipopótamos, se me aparecieron súbitamente, sin que lo hubiera presentido o buscado, las palabras respeto a la vida. (…) El camino en la espesura se volvía visible ahora. En ese momento había llegado a la idea en la que una visión afirmativa del mundo y una afirmación de la vida serían comprendidas juntas dentro de la ética.”[7] 
“Soy vida que quiere vivir entre las otras vidas que quieren vivir”, formula el músico, filántropo, pensador humanista y médico alemán. Y también: 
“La ética consiste en la experiencia de la necesidad de ofrecer a cualquier voluntad de vivir la misma reverencia por la vida que a la mía. De este modo, se establece el principio ético de lo racionalmente necesario. El bien es mantener y promover la vida; el mal es impedir o aniquilar la vida.”[8]  

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