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lunes, 26 de junio de 2017

Nos quitaron el tiempo





En el mundo contemporáneo, la expropiación del tiempo se ha extendido a todos los ámbitos de la vida y no se limita, como antes, al terreno laboral. En el capitalismo actual la expropiación del tiempo de la vida se expresa, de manera paradójica, en la falta de tiempo. Esto es ocasionado por el culto a la velocidad, la aceleración de ritmos, la dilatación de los trayectos de las ciudades, la incorporación de las periferias urbanas mediante la generalización del automóvil, los embotellamientos por el exceso de vehículos privados, la conversión del ocio en una mercancía, la omnipresencia esclavizante del celular, el sometimiento al televisor, frente al cual las personas pasan una buena parte de su existencia, la ampliación de la jornada de trabajo… Un dicho africano expresa de manera contundente nuestra falta de tiempo: “Todos los blancos tienen reloj, pero nunca tienen tiempo” (Chesneaux, 1996).

Esta expropiación del tiempo de la vida está relacionada con la definición del poder en términos del control del tiempo ajeno. En concreto, para decirlo en términos de David Anisi:

Todos partimos de una igualdad básica. Independientemente de nuestras coordenadas sociales, el día tiene veinticuatro horas para todos. Técnicamente el tiempo es algo imposible de producir. Sólo el ejercicio del poder, al apropiarnos del tiempo de los demás, puede acrecentarlo. El poder se mide como la relación entre el tiempo obtenido de los demás y el tiempo necesario para conseguir esa movilización (Anisi, 2006).
Hasta ahora, a importantes sectores de la sociedad el capitalismo no les había podido expropiar su tiempo, si recordamos que “el tiempo es el único recurso del cual pueden disponer gratuitamente los que viven en el escalón más bajo de la sociedad” (Sennett, 2006: 14). Esto era aplicable a gran parte de la población que habitaba en los países periféricos y también concernía a las personas que se encontraban en los territorios de la antigua Unión Soviética y de Europa oriental. En el caso de nuestros países, pobres y periféricos, al capitalismo sólo le interesaban aquellas personas que pudieran convertirse en trabajadores asalariados fueran potenciales consumidores de mercancías materiales o pudieran pagarse unas vacaciones– como manera de expropiarles el tiempo libre, convertido en tiempo de ocio mercantil, comercializado en forma de paquetes turísticos.
Las personas más pobres, que no podían, ni pueden, convertirse en trabajadores asalariados, que no cuentan con dinero para consumir a vasta escala y que tampoco tienen ingresos para ir de vacaciones, ahora soportan la expropiación de su tiempo, por medio, principalmente, del teléfono celular, convertido en un verdadero objeto de consumo masivo, tan omnipresente hoy en día como los relojes de mano. Todas las clases sociales usan celulares, aunque de diferente precio y calidad, pero con la misma finalidad de consumir tiempo en una comunicación perpetua, y en la mayor parte de los casos innecesaria. Eso lo hacen también los pobres, sin empleo y en condiciones indignas de vida (sin escuelas, sin salud, sin ingresos económicos, sin ninguna perspectiva vital, aprisionados en tugurios, sin agua potable…), que invierten lo poco que tienen en la compra de un celular y en adquirir tarjetas para hablar. En ese sentido, puede decirse que hoy ni siquiera los pobres pueden disponer gratuitamente de su tiempo, pues se les ha expropiado y se les ha obligado a usarlo de forma permanente en parlotear en el celular o en ver televisión basura, con lo cual no sólo pierden su tiempo sino que producen fabulosas ganancias a los emporios multinacionales que controlan y manejan la economía de los teléfonos celulares.

En el caso de la antigua URSS y los países de Europa oriental, la gente constata la magnitud de los cambios experimentados en los últimos veinte años en el “tiempo perdido”. Las personas que hablan de la época anterior a 1989-1991 coinciden en que antes les sobraba tiempo para tener amigos, visitarlos, hablar con ellos, conversar y compartir. Ahora, nada de eso existe, porque el capitalismo ha impuesto un ritmo frenético y veloz, en el que ya no les queda tiempo para nada, ni para los amigos, ni para disfrutar de alguna actividad cultural o de goce personal (leer, ver una película, ir a un concierto o a una obra de teatro), algo que no sólo era gratuito hace un cuarto de siglo sino que convocaba a importantes sectores de la población. Hoy predomina el tiempo cuantitativo, vacío, homogéneo y abstracto, que se expresa, entre otras muchas cosas, en la generalización de la televisión basura al más puro estilo estadounidense. Las bibliotecas están vacías, se ha reducido dramáticamente la lectura y la compra de libros. A cambio, la mayor parte de la gente malvive en el rebusque diario para conseguir su sustento y un ritmo vertiginoso caracteriza sus existencias pauperizadas.[1]

En síntesis, con la universalización del capitalismo lo que hoy se está viviendo es la plena “subsunción de la vida al capital”, que implica que se han mercantilizado y sometido a la férula del tiempo abstracto todos los aspectos de la vida. En concordancia con este presupuesto, el capital ha rotó la distancia que separaba el tiempo de trabajo y el tiempo libre, o el tiempo de la vida. Eso se ha logrado con la utilización de múltiples estrategias, entre las que sobresalen la flexibilización laboral, que no es otra cosa sino el alargamiento de la jornada de trabajo y el regreso a formas de explotación donde impera la plusvalía absoluta, la deslocalización de empresas a otros países y continentes, en los que se puede someter a vastos contingentes de trabajadores a ritmos infernales y prolongados de explotación diaria (jornadas de 15 o más horas de trabajo) y, sobre todo, el empleo de la tecnología electrónica y digital. Este aspecto es tan crucial, que merece ser tratado con algún detalle.
Un primer dato, indicativo del fenómeno que comentamos, está referido a un hecho que contraviene los anuncios de algunos teóricos del trabajo, como André Gorz, quienes habían previsto la reducción del tiempo de trabajo y el correlativo incremento del tiempo libre y de ocio. No obstante, se ha presentado una situación completamente opuesta a lo anunciado: un incremento inesperado del tiempo de trabajo en el mundo. Una persona nacida en 1935 llegó a trabajar 95 mil horas; a una persona que nació en 1972 se le preveía una vida laboral de 40 mil horas; y las personas recién empleadas en la primera década del siglo XXI van a tener que trabajar 100 mil horas[2]. ¡Toda una vida de trabajo!, en el sentido literal del término. Si a eso le agregamos que un habitante promedio de los Estados Unidos, el país en donde el trabajo es una enfermedad, gasta 1.500 horas al año metido en su automóvil (lo que en unos 30 años representa 45.000 horas), podemos comprender el predominio del tiempo no libre en el capitalismo de hoy.


De la misma manera, la introducción de aparatos microelectrónicos en el ámbito laboral, especialmente el teléfono celular, ha roto la separación entre tiempo de trabajo y tiempo libre, o, más exactamente, el tiempo de trabajo ha absorbido el tiempo libre. En este caso, “el teléfono celular tomó el lugar de la cadena de montaje en la organización del trabajo cognitivo: el infotrabajador debe ser ubicado ininterrumpidamente y su condición es constantemente precaria” (Berardi Biffo, 2010).
Aunque no exista otro momento en la historia del capitalismo, como el de las dos últimas décadas, en que tanto se hayan exaltado las libertades individuales, en la práctica tenemos que el tiempo laboral se ha celularizado y cada día se parece más al trabajo de los esclavos, porque:
ya nadie puede disponer de su propio tiempo. El tiempo no pertenece a los seres humanos concretos (y formalmente libres) sino al ciclo integrado de trabajo. Sólo los desertores escolares, los vagabundos, los fracasados, los ociosos desocupados pueden disponer libremente de su tiempo (íd).
Lo que resulta más significativo con respecto a la mezcla del tiempo de trabajo y el tiempo libre radica en que, por lo común, las nuevas generaciones de trabajadores lo aceptan como algo normal, especialmente los llamados trabajadores cognitivos, porque conciben el trabajo como la parte más importante de su vida y ellos mismos tienden a prolongar de manera voluntaria su jornada laboral. Un cambio antropológico y social tan importante se explica por múltiples razones: la pérdida de vínculos humanos en las grandes ciudades en donde los nexos entre las personas se han convertido en un envoltorio muerto y sin placer; la mercantilización y el culto al consumo como la razón de ser de la existencia humana y de los trabajadores, lo cual se complementa con la crisis de los proyectos emancipatorios; el culto a los artefactos tecnológicos como sustitutos de las relaciones con otros seres humanos; el éxito del capital en imponer su ideología individualista en la que se atenúa y se reducen, y en algunos sectores, desaparecen, las luchas colectivas y se enfatiza la cuestión del triunfo individual, que en forma supuesta se alcanzaría subordinándose por completo a los intereses del capital. En resumen:
el efecto que se produjo en la vida cotidiana durante las últimas décadas es el de una des-solidarización generalizada. El imperativo de la competencia se volvió dominante en el trabajo, en la comunicación, en la cultura, a través de una sistemática transformación del otro en un competidor e incluso en un enemigo. Una máquina de guerra se esconde en todo nicho de la vida cotidiana (ibíd).
Como se ha impuesto la lógica de la mercantilización absoluta y del consumo como sinónimo de felicidad humana, se concibe que se debe trabajar y endeudarse, es decir, dedicar mayor tiempo al trabajo, con la expectativa ingenua de obtener más dinero para comprar más mercancías, que permitirán el disfrute del tiempo libre, el cual cada vez es más lejano, precisamente porque la vida no alcanza para trabajar tanto y conseguir dinero para pagar las deudas que se han adquirido en la perspectiva de tener algún día tiempo libre. Así:
Cuanto más tiempo dedicamos a la adquisición de medios para poder consumir, tanto menos nos queda para poder disfrutar el mundo disponible. Cuanto más invirtamos nuestras energías nerviosas en la adquisición de dinero, tanto menos podemos invertir en el goce […] Para tener más poder económico (más dinero, más crédito) es necesario prestar más tiempo al trabajo socialmente homologado. Pero esto supone reducir el tiempo de goce, de experimentación, de vida.La riqueza entendida como goce disminuye proporcionalmente al aumento de la riqueza como valor económico, por la simple razón de que el tiempo mental está destinado a acumular más que a gozar (íd).
La utilización de los artefactos microelectrónicos y digitales en el trabajo además de hacer que desaparezca el tiempo libre, fragmentan y precarizan aún más la actividad laboral. Esa precarización no es solamente una cuestión jurídica, en la cual los individuos no tienen derechos, sino que además supone “la disolución de la persona como agente de la acción productiva y la fragmentación del tiempo vivido” (ibíd.: 91). Esto quiere decir que en el plano de la organización del trabajo se generaliza la individualización de las tareas, hasta el punto que el colectivo trabajador puede ser disuelto, como ocurre en el llamado trabajo en red, donde ciertos individuos se conectan durante un tiempo para realizar un determinado proyecto, luego se desconectan y se vuelven a conectar en el momento en que tienen un nuevo proyecto. De esta forma, se pone en marcha la “dinámica de la descolectivización”, un logro muy importante para el capitalismo de nuestra época, porque:
el trabajo se organiza en pequeñas unidades que auto administran su producción, las empresas apelan más ampliamente a los temporarios y a los contratados, y practican la terciarización en una gran escala. Los antiguos colectivos no funcionan y los trabajadores compiten unos con otros, con efectos profundamente desestructurantes sobre las solidaridades obreras (Castel, 2010).
Por ello, el capital reclama su derecho de moverse libremente por el mundo para “encontrar el fragmento de tiempo humano en disposición de ser explotado por el salario más miserable” y luego de usarlo lo tira a la basura. Esto es posible porque el tiempo de trabajo ha sido fractalizado, es decir, se ha reducido a fragmentos mínimos que luego se pueden recomponer y por eso el capital busca el lugar donde impera el salario más miserable. Aunque la persona que trabaja es jurídicamente libre, el control de su tiempo por un poder extraño, el del capital, lo hace esclavo; sencillamente, “su tiempo no le pertenece, porque está a disposición del ciberespacio productivo recombinante” (Berardi Bifo, 2010). 

A esta nueva forma se le puede denominar el esclavismo celular, lo cual se evidencia de manera contundente en el BlackBerry, un aparato que reproduce el nombre de un instrumento usado en la época de la esclavitud en los Estados Unidos, que se ataba en los tobillos de los esclavos para que no huyeran, para que su tiempo siguiera perteneciendo, por la fuerza bruta, a los esclavistas. Algo similar sucede hoy, cuando el BlackBerry mantiene a la gente esclava de otros, principalmente de los patronos y empresarios, siempre atados de manos y cerebro a ese aparatejo insoportable.
El tiempo laboral de los trabajadores cognitivos se ha celularizado porque se divide en fragmentos, en células, que de manera despersonalizada el capital hace circular por la red, y se mantiene una conectividad perpetúa, a través del teléfono celular, que obliga a que los trabajadores precarizados estén disponibles como esclavos posmodernos, cuando el capital los requiera. Esto es posible porque ahora “la persona no es más que el residuo irrelevante, intercambiable, precario del proceso de producción de valor. En consecuencia, no puede reivindicar derecho alguno ni puede identificarse como singularidad”, por ende es un esclavo celular y del celular (íd). El trabajador se convierte así en un código de barras, que no importa como ser humano, por su subjetividad, sino sólo porque es una pieza más de un engranaje conectado en red, a través de la computadora, Internet y, en la forma más íntima, a través del teléfono celular.
Y, entre paréntesis, si el objetivo es convertir a los seres humanos que trabajan en un simple código de barras, como el de cualquier objeto mercantil que se vende en un supermercado, también se transforma la escuela y la universidad para hacerlas funcionales a este propósito. No otra cosa es lo que está sucediendo en nuestros días con las transformaciones educativas cuya finalidad es producir terminales humanos que sean compatibles con un circuito productivo, porque ya el objetivo explícito del capital es transformar a los seres humanos en engranajes de la producción de valor en el capitalismo y para lograrlo, o sea, convertirlos en códigos de barras, hay que eliminar las diferencias culturales e históricas en los procesos de enseñanza. Eso se expresa, por ejemplo, en la nueva lengua de la escuela, con sus estándares universales de créditos, competencias, movilidad internacional, saberes comunes y homogéneos, acreditación externa, todo lo cual no es sino la legalización administrativa y pretendidamente pedagógica de nuestra conversión en códigos de barras. Y esto tiene que ver con los saberes de forma directa. En efecto:
La producción del espacio productivo del saber se articula en estrecha relación con la construcción de la tecnosfera digital de red. La dinámica de la red muestra una fundamental duplicidad: por un lado, su expansión requiere un potenciamiento de los agentes sociales del saber. Pero, por otro lado, y al mismo tiempo, somete la transmisión de saber a automatismos tecno-linguisticos modelados según el paradigma de la competencia económica.Todo agente de sentido, si quiere volverse productivo, operativo, debe ser compatible con el formato que regula los intercambios y vuelve posible la interoperabilidad generalizada en el sistema (ibíd).
En tales circunstancias, la potencia del Internet no es otra cosa que una potencia de despersonalización a vasta escala, de liquidación de la singularidad y de la individualidad. Se han creado “las condiciones para la reproducción ampliada de un saber sin pensamiento, de un saber permanente funcional, operacional, desprovisto de cualquier dispositivo de auto-dirección (ibíd).
Por supuesto, esto genera patologías entre la población en general y entre los trabajadores en particular, porque la comunicación obligatoria se ha convertido en una epidemia. Su lógica es simple pero destructiva de la psiquis individual: si quieres sobrevivir en el capitalismo actual tienes que ser competitivo y para serlo requieres estar conectado todo el tiempo, recibir y enviar información sin pausa, manejar una masa creciente de datos, suministrar tu tiempo, siempre, a quien lo requiera. Ya no eres dueño de tu tiempo nunca, ni de día, ni de noche, ni los fines de semana, siempre debes estar dispuesto a dar tu tiempo a quien te lo compre a bajo precio. Esto genera un estrés permanente, porque debe estarse atento a la información que recibes y la que se te solicita, a la par que tu tiempo disponible para la afectividad y las relaciones personales prácticamente se reduce a cero. Con estas dos tendencias se devasta el psiquismo individual. En estas condiciones, se presenta un cambio trascendental:
Mientras el capital necesitó extraer energías físicas de sus explotados y esclavos, la enfermedad mental podía ser relativamente marginalizada. Poco le importaba al capital tu sufrimiento psíquico mientras pudieras apretar tuercas y manejar un torno. Aunque estuvieras tan triste como una mosca sola en una botella, tu productividad se resentía poco, porque tus músculos funcionaban. Hoy el capitalismo necesita energías mentales, energías psíquicas. Y son precisamente ésas las que se están destruyendo. Por eso las enfermedades mentales están estallando en el centro de la escena social (ibíd).
Todo esto lo ha hecho posible el capital, porque desde el momento en que surge la medición del tiempo, en horas, minutos y segundos, se puede comprar y vender, es decir, el tiempo se convierte en una mercancía. Hasta no hace mucho tiempo esto aparecía como algo etéreo, pero hoy se hace evidente de una manera gráfica. En Colombia, y suponemos que eso se reproduce en otros países del mundo, las personas que alquilan celulares tienen unas avisos en papel en los que se puede leer: “Se venden minutos”, lema comercial que también agitan a viva voz, diciendo “minutos a 100 pesos”. Incluso, las empresas comercializadoras de los teléfonos celulares no les importa tanto, o por lo menos de manera exclusiva, que la gente tenga un Móvil, sino que lo use sin pausa, que hable no ya minutos sino horas o días, lo que han logrado plenamente. Por eso, esas empresas ofrecen tarjetas que cada vez tienen más minutos. Así, se venden tarjetas con las que se puede hablar durante 2.000 o 3.000 o 5.000 minutos. La gente las compra y se ve obligada a consumirlas en un tiempo determinado. Es decir, que de manera forzada tiene que hablar durante 50 o más horas en un corto lapso de tiempo, unos dos o tres meses. Esto, aparte de generar una verdadera neurosis individual y colectiva y un chismorroteo insustancial para comunicarse cosas triviales que no requieren de ninguna conexión telefónica, es un espectacular negocio para las empresas de telefonía celular, a costa del tiempo de la gente.


Todo lo señalado constituye una verdadera expropiación del tiempo personal y produce una neurosis colectiva, que todos los días soportamos en el bus, en la universidad, en los teatros, en donde sea, porque tarde o temprano el insoportable sonido del celular interrumpe cualquier actividad, por sublime que fuese, como el hacer el amor. Al respecto, en España se dice que un 40 por ciento de las personas interrumpen relaciones sexuales para contestar el celular. Aparte de la expropiación del tiempo personal hay otra expropiación igualmente grave, la de la dignidad individual, la de la autoestima, porque hasta se ha perdido la pena y la vergüenza: antes una conversación telefónica era algo privado, de la que no tenía por qué enterarse nadie que estuviera cerca. Hoy, eso es cosa del pasado, ya que la gente habla y cuenta sus cosas personales delante de cualquiera. Esta expropiación de la dignidad es como un esnobismo público permanente, como se evidencia con las mal llamadas redes sociales (Facebook y similares), en las que se socializan por la red, y en forma visual, hasta las relaciones íntimas.
La generalización de la conectividad perpetua tiene como consecuencia que la gente sienta la necesidad imperiosa de estar comunicándose todo el tiempo, enviando mensajes, averiguando o que le averigüen dónde está y qué está haciendo. Si no se puede comunicar o no le contestan cunde el pánico, se siente abandonado. Lo paradójico radica en que la gente se comunica todo el tiempo, pero eso no es un resultado del enriquecimiento de las relaciones sociales, sino todo lo contrario, de la muerte de cualquier relación social. Esto indica que estamos viviendo una catástrofe temporal, porque en la comunicación virtual y digital:
...la presencia del cuerpo del otro se vuelve superflua, cuando no incomoda y molesta. No queda tiempo para ocuparse de la presencia del otro. Desde el punto de vista económico, el otro debe aparecer como información, como virtualidad y, por tanto, debe ser elaborado con rapidez y evacuado en su materialidad (ibíd.)
En conclusión:
Acabamos por amar lo lejano y por odiar lo cercano porque este último está presente, porque huele, porque hace ruido, porque molesta, a diferencia de lo lejano que se puede hacer desaparecer con el zapping… Estar más cerca de quien está lejos que de quien está a nuestro lado es un fenómeno de disolución política de la especie humana. La pérdida del propio cuerpo comporta la pérdida del cuerpo de los demás en beneficio de una especie de espectralidad de lo lejano (Virilio/Petit, 1996).
En consonancia con el tiempo virtual, instantáneo e inmediato, se impone la velocidad, esa cierta forma de fascismo que tanto denunció en su momento Pierre Paolo Pasolini, al señalar el impacto de la tecnología en la vida de la gente en su Italia de las décadas de 1960 y 1970. Y el culto a la velocidad está en la base de las diversas formas de expropiación del tiempo en el mundo contemporáneo, las cuales ameritan un breve análisis.

 

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