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lunes, 12 de noviembre de 2018

información/ desinformación

¿Qué deben hacer los jóvenes con sus vidas hoy? Muchas cosas, obviamente. Pero la más audaz es crear comunidades estables en las que se pueda curar la terrible enfermedad de la soledad.
KURT VONNEGUT
información, desinformación
LA POLLA RECORDS


 «La Marquesa de Sorcy de Thélusson, pintada en 1790 por David, me observa. ¿Quién hubiera podido predecir en su época la soledad en la que vive hoy la gente? Una soledad confirmada día a día por las redes de imágenes del mundo incorpóreas y falsas.» Así se expresa John Berger, en Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible (2009: 49), sobre la soledad en el mundo de las redes de imágenes incorpóreas. Y del lenguaje falso. Por supuesto, es una paradoja dolorosísima que la sociedad más avanzada de la historia, la sociedad de la información instantánea y global, la de las redes sociales y las tecnologías punta, sea también la sociedad de la incomunicación y la soledad más crueles.
La aceleración de la historia nos ha dejado en esta orilla resbaladiza de la comunicación en la que comparecen los signos vacíos, desnaturalizados. Berger insiste en su intuición y concluye que la pintura ha de ser una forma de resistencia ante esta inmensa debacle. Dice además que no hay error, sino intencionalidad, búsqueda de beneficios, prioridades, supresiones a propósito, malas intenciones. «Pero su falsedad –continúa– no es un error. Cuando se considera que la búsqueda de beneficios es el único medio de salvación de la humanidad, el volumen de ventas pasa a ser la prioridad absoluta y, por lo tanto, lo existente ha de ser ignorado o suprimido o anulado. Pintar hoy es un acto de resistencia que satisface una necesidad generalizada y puede crear esperanzas» (2009: 37).
Es un hecho que nuestro estilo de vida ha afectado a nuestra comunicación y a nuestra relación con los demás, propiciando el aislamiento del sujeto, su inhibición o la deformación de sus expectativas. La pintura (el arte, la literatura, el pensamiento crítico) puede ser una esperanza entonces, pero siempre que sea ejercida desde una responsabilidad social y estética que recupere las pulcras ideas de progreso y felicidad de los ilustrados. Steven Pinker (En defensa de la Ilustración) subscribiría esta afirmación. Deberíamos preguntarnos con responsabilidad cómo ha afectado al lenguaje nuestra forma de vivir como el gran grupo humano capitalista y tecnológico que somos en la red de los intereses y los beneficios. La respuesta a esta cuestión obligaría a una perspectiva múltiple y simultánea, pues habríamos de considerar al ser humano en su dimensión lingüística y considerar la sociedad en que vivimos, su política, la economía y todas las cuestiones psicológicas y emocionales derivadas. El progreso no parece haberse correspondido con la felicidad esperada. Pensadores y lingüistas como Pierre Bourdieu, Noam Chomsky, Umberto Eco, Jean Baudrillard o Gilles Lipovetsky han hurgado en esa herida.
Estas reflexiones sobre el lenguaje vacío, la sociedad de la comunicación y la soledad deberían limitarse, en principio, al entorno de las sociedades occidentales del primer mundo. La globalización ha llevado casi todo a casi todas partes y, sin embargo, los síntomas del avanzado estado de descomposición de determinados modelos sociales son más apreciables en aquellos países que son punta de la lanza del desarrollo económico y social. Podríamos hablar de Finlandia o Alemania o Estados Unidos o España o Corea del Sur o Japón. Es una realidad que los niveles de soledad en las sociedades avanzadas (capitalistas, económicamente liberales casi siempre) se han disparado hasta cotas nunca vistas ni oídas. Su incidencia se puede medir incluso en términos de mortandad: «La epidemia de la soledad ya supera a la obesidad como amenaza para la salud», advierte en un artículo Rebecca Yanke, interpretando un metaanálisis firmado por profesores como Julianne Holt-Lunstad o David Sbarra, con un consejo de los investigadores a los Gobiernos: intenten invertir la tendencia por el bien de todos.
El hombre de hoy, dueño y siervo de todo tipo de tecnologías y riquezas, ha sido incapaz de encontrar la brecha por la que escapar de su aplastante soledad, de su aislamiento social. Antes bien, se expanden los desiertos a sus pies como nunca antes. De ello serían buen ejemplo las casas ataúd de Hong Kong o las citas de adolescentes suicidas japoneses. Algo no va bien. El proceso comunicativo ha hecho crack. Parece haberse instalado una distancia insalvable entre la fibra óptica y la realidad, entre el satélite orbital y las aguas azules del océano, que deja al hombre a su propia deriva.
No deja de ser un contrasentido que la sociedad de la información y la comunicación, la de las conexiones de banda ancha, la de las redes sociales omnipresentes, los teléfonos móviles y las smart tvs más sofisticados, haya desvelado este vacío central en el sistema humano de la vida. La comunicación ha dejado de ser comunicación y se ha convertido en una de las formas de la soledad. La torre de Babel ha sido invadida por charlatanes, falsificadores y mentirosos. En sus entrevistas con David Barsamian para Alternative Radio, Noam Chomsky puede hablar de «secretos, mentiras y democracia», con todas sus suspicacias. Chomsky es capaz de elaborar un decálogo de la manipulación informativa y, por tanto, de la quiebra de la confianza, de la fractura del entendimiento. Habría que preguntarse, en consecuencia, qué falla en los sistemas de comunicación. ¿Las tecnologías nos alejan, en el fondo, de los demás? ¿De qué forma WhatsApp o Messenger son, en verdad, formas de descomunicación? ¿Por qué nos inoculamos el virus de la introversión y la incredulidad ante la pantalla mínima, táctil, del móvil? ¿Por qué esa atracción por el malentendido, por la comunicación interrupta, por la superficialidad del emoticono? ¿Por qué los mass media se definen por ofrecer una información que no es nunca lo que es? ¿Por qué esa mentira retwiteada a velocidades de vértigo, masivamente, viral, finalmente creída en un acto de fe o de renuncia o de aceptación estoica de la mentira como verdad? ¿Es esta la época de la postverdad? ¿Es solo verdad lo que imponen el poder o la fuerza como verdad? Puede dar la sensación de que hemos caído en las garras de un escepticismo que nos impide creer nada de lo que nos dicen. O, aun peor, es posible que nos conformemos con la mentira pregonada en las teles o los periódicos, sin más remedio, como aceptando su imposición, ante la histérica saturación informativa, ante el bombardeo sistemático de falsedad o de productos que publicitan algo. Parece que creamos en el emoticono como símbolo sagrado de este tiempo, a sabiendas de que es una simplificación peligrosísima que induce a multitud de errores, carencias y confusiones. Lejos quedaría la perspicacia del microgesto, la microexpresión y toda esa corriente expresiva paralingüística que late bajo la superficie del intercambio comunicativo. Podríamos decir con Jean Baudrillard que nos conformamos con el simulacro, con la apariencia de lo real.
Parte de la soledad de la que hablamos aquí se encontraría relacionada con esta división entre lo que es real y la ficción o la virtualidad que se imponen como reales. El homo tecnologicus es también el homo virtualis. De alguna forma nos desvanecemos en la red social. La gran masa en red viene adoctrinada y comercializada por los anuncios. Nos desnaturalizan, nos descomponen en gustos o perfiles, olvidando lo interior. La virtualidad nos convierte en seres incorpóreos y, al tiempo, provoca que los discursos, los lenguajes, las palabras se alimenten de esa virtualidad y de esa inexistencia, como en un exorcismo que nos vuelve transparentes y nos licua, nos deshace y finalmente nos abandona. El discurso del arte podría ser una salvación si no se rigiera por lo espurio. Ante la televisión, ante la manipulación sistemática de las noticias, el espectador, el televidente, el que lee el periódico o la prensa online se sienten solos. Se ve la verdad transformada en mentira y viceversa y no se sabe adónde acudir, ante quién protestar. Hoy leía la aportación en Facebook de un señor que había escrito a la Defensora del Lector de El País denunciando la asociación arbitraria y sistemática de terrorista y radical en la prensa escrita, argumentando lo incorrecto de esta sinonimia, de esta identificación impuesta por repetición. La apisonadora mediática desprecia estos deslices. Hay un interés en presentar los hechos de una determinada manera y a la sociedad se le inocula el veneno de la falsa verdad, de la mentira feroz o la tergiversación más increíble. Finalmente, el hombre del siglo XXI, adormilado, envanecido, hastiado, alienado de tanto escrache comunicativo, abandona. Le da igual, desatiende sus responsabilidades en manos del que dirige los medios, del que dirige el gobierno, del que dirige el mercado. Así, una de las grandes formas de soledad es esta decisión de abandonar el discurso crítico.
Ante las imágenes que se ven en la televisión tampoco el espectador sabe qué pensar: ¿esto es real o no? El montaje, el contexto o la narración de la noticia (con excesiva frecuencia desvelada como mentira) transforman la realidad a voluntad de grandes grupos, grandes poderes, grandes fortunas y grandes corporaciones. Unos muy pocos hombres en el mundo condicionan radicalmente la vida del resto del planeta manipulando la información, seleccionándola desde un punto de vista parcial. Desde sus jerarquías económicas y comunicativas (suelen ser dueños de los medios, del cuarto poder) nos vemos bombardeados por la falsedad, la arrogancia, la brutalidad o la tergiversación continuamente. No hay descanso en esta red de mentiras tramada para encerrar al espectador en su propia desolación. En este sentido, una de las técnicas de desarme contra el pensamiento crítico es la violencia: presentar al que difiere, al que piensa de otro modo, como antisistema, dando por sentadas prerrogativas, cláusulas que solo responden a intereses egoístas. El antisistema es el que piensa otra cosa o de otro modo. Contra él, las armas de lo políticamente correcto, que es en definitiva una gran mentira. El capitalismo se ha mostrado como un sistema político que silencia las voces críticas, envolviéndolas en dinero, en silencio o en aislamiento, y también dejando solos a los hombres ante su destino. La poeta Patricia Olascoaga escribe en «Pobreza»:
Detrás de una camiseta de tres euros
hay dos pobres:
el que la compra
y el que la cose.
Cada uno en una parte del mundo.
En el medio el explotador,
que une la necesidad de dos pobrezas
en su beneficio.
De fondo se presiente su reflexión sobre la necesidad de poesía para dinamitar también los bloques y los bloqueos mentales. Parece que, por arte y magia de la publicidad, por repetición mántrica del mensaje, el cliente, el consumidor, se ve obligado a comprar para ser, necesita incorporar a su código cultural la prenda que no necesita. Aunque sea consciente de toda la injusticia que hay tras la ropa, compra: no puede dejar de obedecer a la voz que una y otra vez le repite: «¡Compra!». Se ejecuta una anulación de su sentido crítico o de su voluntad por repetición continua del mensaje. Los grandes altavoces de las telecomunicaciones y los sistemas de información se usan para asaltarnos. De alguna forma, el mundo se ha vuelto irrespirable comunicativamente, porque todo llega como imposición y porque ya nadie puede fiarse de nada.
Se podría hablar de voladura de las máximas comunicativas de Herbert Paul Grice, que solo existen en forma de arquetipo platónico. Lo primero que ha volado por los aires es el «principio de cooperación» (Grice 1975: 516) que perseguía el éxito comunicativo. Si pretendíamos que nuestros interlocutores cooperaran en la conversación, ahora, con una frecuencia letal, se constata la ausencia de cooperación. Hay una ley del más fuerte que dice que quien dispone de más medios se hace oír más, es capaz de movilizar más, y así alza a las alturas de la verdad su mentira o consigue lo que quiere por la fuerza. El asalto a las máximas de cantidad, calidad, pertinencia o modo es continuo. La violación de estos principios básicos no se ejerce tanto por el interés en los valores expresivos como por un interés material, por un beneficio o una venta: triunfar, someter al otro. La implicatura conversacional que se derivaría de una violación normal de las máximas se ha convertido aquí en una fuente inextinguible de desconfianza. Hay oficialmente maquinarias que se dedican a esta fractura sistemática de la cooperatividad, que se ocupan de sembrar cizaña en el nombre sagrado del dinero o la política. Un ejemplo de la actualidad más reciente son las injerencias de la política rusa en Europa o EEUU buscando la inestabilidad. De igual modo se deberían interpretar los ataques cibernéticos que desde los servidores chinos llegan a Occidente: el objetivo es la desestabilización (vid. «La maquinaria de injerencias rusa penetra la crisis», en El País). Aunque, muy en el fondo de todo, tampoco sabemos si esto es finalmente verdad o si es una filtración o un titular capcioso o apenas un desiderátum malintencionado.
El nivel de espectáculo y de inestabilidad alcanzado es tan grave que se podría hablar de la muerte del lenguaje. El nivel de falsedad y de hipocresía ha alcanzado cotas tan altas que deberíamos replantearnos nuestro estar en el mundo. En una República ideal del siglo XXI la mentira debería estar penada con el exilio o con la pérdida de todos los privilegios que la condición de político o de comunicador pudieran implicar.
A este respecto, la televisión debe ser considerada un simulacro de canal de información en el sentido de que la mayoría de los programas son puro entretenimiento, carecen de contenido artístico, ético, cultural; invitan al olvido y a la banalización de lo humano, representan una escapada de la realidad, son reality shows o big brothers, son programas de debate sin debate o programas de variedades sin variedad. Que la sociedad que vivimos consuma este tipo de programas es un síntoma más del deambular ebrio de los tiempos. John Berger lo sospechaba en sus escritos: «Hoy (la Necesidad) ha dejado de existir en el espectáculo del sistema. Y, por consiguiente, ya no se comunica ninguna experiencia. Lo único que se comparte es el espectáculo, ese juego en el que nadie juega y todos miran. Ahora cada cual tiene que intentar situar por sí solo su propia existencia, sus propios sufrimientos, en la inmensa arena del tiempo y del universo.» (2009: 37)
Como no se han cansado de repetir Umberto Eco, Pierre Bourdieu o Noam Chomsky en sus escritos, más allá de las propias palabras tendríamos que hablar de un problema de alcance semiológico, de una crisis semiótica, en tanto los signos han dejado de significar lo que se supone que deberían significar o significan de forma irregular o nos encontramos que la comunicación ha sido intervenida o que del proceso de comunicación solo interesan una intención comunicativa no declarada abiertamente y el interés del emisor y el ruido del canal. Hay, sin duda, una perversión sistemática del código, que se desvirtúa o se empobrece a propósito para empobrecer la inteligencia de las masas y su capacidad de reacción.
En síntesis, algunas de las formas de esta perversión de los sistemas de comunicación, que están en la base del desencuentro, el aislamiento y la renuncia del hombre de hoy a los demás, podrían ser las siguientes:
  • la comunicación vacía y el simulacro de información que solo es ruido;
  • la obesidad informativa y el consumo desbocado de información sin procesar;
  • la saturación informativa y la imposibilidad de contraste y la falta de confianza consecuente;
  • el incierto origen de la información en grandes grupos de poder, comerciales o económicos;
  • la hibridación y la simultaneidad de información relevante e información basura;
  • la falsedad, la tergiversación y la tendenciosidad;
  • el globo sonda informativo;
  • la información que pretende desviar la atención de la información.
Se podría concluir que la ausencia de un feed-back real comunicativo en que emisor y receptor se encuentren, la carencia de una interlocución real, la contradicción del intercambio de nadas, desmiembran el proceso comunicativo, lo sajan y lo cercenan convirtiéndolo en un acto unilateral, unidireccional, parcial e interesado. En ocasiones, la ida y la vuelta del mensaje representan una diáspora absurda de sentidos y de desentendimientos, una auténtica comunicación fallida. En cualquier caso, en nuestros días los signos aparecen desvalijados impúdicamente y nosotros asistimos a formas cada vez más feroces de desnaturalización del proceso comunicativo, que se muestra incompleto o que es alterado en aras de intereses ilegítimos y que en nada tienen en consideración al hombre real o al mundo en que vivimos.

BIBLIOGRAFÍA

ALONSO, Luis Enrique (2017). «Pierre Bourdieu, el lenguaje y la comunicación: de los mercados lingüísticos a la degradación mediática.» www.unavarra.es (Visto en octubre de 2017).  http://www.unavarra.es/puresoc/pdfs/c_tribuna/TL-Alonso-lenguaje.PDF
BAUDRILLARD, Jean (1991). La guerra del Golfo no ha tenido lugar. Ed. Anagrama. Barcelona
BERGER, John (2009). Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible. Árdora Ediciones. Madrid.
BOURDIEU, Pierrre (2000). «La opinión pública no existe» en Cuestiones de Sociología. Istmo. Madrid, pp.220-232. Versión en castellano de Enrique Martín Criado.
ECO, Umberto (2000). Tratado de Semiótica general. Lumen. Barcelona. Quinta edición.
EL PAÍS. «La maquinaria de injerencias rusa penetra la crisis». https://politica.elpais.com/politica/2017/09/22/actualidad/1506101626_670033.html)
GARCÍA, Kevin Alexis. «Un gusano en la manzana informativa. Entrevista con Patrick Charaudeau». (Visto en septiembre de 2017)
https://www.patrick-charaudeau.com/IMG/pdf/Entrevista_Los_Medios_Col-_.pdf

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